Por Miguel Walls
Fotografía: Carlos Gamero
Que la toxicidad es un tema que todos los cofrades conocen pero nadie se atreve a hablar es más que un secreto a voces. Está en todos los ámbitos de nuestra vida. Como es de esperar, en las hermandades también. Otra pandemia, al igual que el enchufismo, que empieza a preocupar por su propagación a velocidad de la luz.
Las cofradías nunca pueden ser el centro de acogida de personas egocéntricas que necesitan atención y que critican a diestro y siniestro para hacer daño y llegar a ser la última pareja de ciriales en su paso de palio en menos de un año. Primero, porque no se cumple con el principio cristiano bajo el que los golpes de pecho y el postureo se hacen latentes en cada salida procesional. Y segundo, porque construye una imagen penosa para el resto de la sociedad cofrade.
Reconocer nuestros pecados es uno de los elementos fundamentales del cristianismo. Lo hacemos a los pocos segundos de comenzar una eucaristía. Es vergonzoso que las cofradías acojan en su seno a bullies, a acosadores o depredadores sexuales y a personas destructivas. Definitivamente, ello representa la hipocresía hecha institución.
El enemigo de las hermandades siempre está dentro. No es necesario buscarlo fuera. Ni en bulos políticos que llaman a eliminar la Semana Santa ni en personas poco informadas que nos comparan con talibanes. Si las corporaciones penitenciales o de gloria desaparecen es gracias a los propios cofrades. Y si se opta por no querer cavar nuestra propia tumba será mejor aplicarse la famosa canción del streamer Ibai Llanos: toxicidad fuera, malas vibras fuera.
